sábado, 15 de octubre de 2011

Viviendo con la muerte

De niño, hubo un tiempo en el que me obsesioné con la muerte. Cerraba los ojos a la hora de irme a dormir y sólo pensaba en ello. Me atormentaba asumir que mi familia y yo desaparecíamos de la faz de la tierra tarde o temprano y la incertidumbre de qué pasaría después de ese momento no hacía otra cosa que avivar mi zozobra. Supongo que era demasiado pequeño para hacerme preguntas existenciales, pero yo me las hacía y trataba de buscar las respuestas sin éxito. Por suerte, fui aparcando aquellas cavilaciones macabras con el paso de los días y no volvieron a irrumpir en mi mente... hasta que vi 'A dos metros bajo tierra'.

Esta aclamada serie de televisión gira en torno a los Fisher, una familia que regenta una funeraria y que por lo tanto, desayuna, almuerza y cena con la muerte todos los días. Cada capítulo comienza con el fallecimiento aleatorio e inesperado de una persona que a la postre termina siendo su cliente involuntario. Hay escenas duras tanto a la hora de perecer como durante los embalsamamientos y los velatorios, pero la verdadera fuerza de esta serie reside en sus irrepetibles protagonistas y en la manera en la que cada uno afronta la muerte. O mejor dicho, la vida.

Ruth, matriarca, viuda y ama de casa, intenta mantener el orden tradicional de puertas para adentro, pero cuando sale al exterior procura hacer todo lo que no hizo durante su matrimonio, incluyendo varias relaciones amorosas. Nate, su primogénito, representa mejor que nadie el 'Carpe Diem', disfrutando de cada día como si no hubiera un mañana, sobre todo tras sufrir un aneurisma y la trágica pérdida de su esposa. Su hermano David, homosexual, es el más frágil de la familia. Al principio recurre a la promiscuidad para evadirse de sus temores, pero luego su única preocupación es formalizar su relación con Keith y adoptar hijos para no sentirse solo nunca más. Claire, la pequeña, es la única que no participa directamente en el negocio y va dando tumbos continuamente porque no sabe qué hacer con su futuro.

'A dos metros bajo tierra' no es una serie al uso. No es fácil de ver porque sólo nos narra cosas desagradables y la sombra del óbito está detrás de cada escena, por muy trivial que parezca. Por lo tanto, no engancha. Sin embargo, te embelesa de otra manera. Te lanza potentes mensajes de forma implícita y subliminal, como por ejemplo que todo se termina y que la muerte está tan segura de vencernos que nos da toda una vida de ventaja.

Dicen los críticos que el desenlace de esta serie es el mejor de la historia de la televisión. Yo les doy la razón, pues no sólo consiguió erizarme el vello durante los tres últimos minutos, sino que también espantó definitivamente las pesadillas de mi infancia y me hizo comprender que la vida es demasiado corta como para desperdiciarla pensando en tu final.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Artur Menos

El señor Artur Menos se ha despachado a gusto diciendo que a los niños andaluces no se les entiende. Lo ha hecho además en un contexto muy apropiado, nada más y nada menos que un debate del Parlamente catalán y con el propósito de realzar a las nuevas generaciones de su tierra. Este iluminado, que dudo mucho que haya visitado algún colegio situado más al sur que Tarragona, debe creer que aquí nacemos todos con frenillo en la lengua y con la laringe afectada, y que por esa razón, somos unos bichos raros dentro de ese conjunto llamado España, una palabra que, mira tú por donde, a él le cuesta muchísimo pronunciar.

Pero su salida de tono no se refería única y exclusivamente a una cuestión de vocalización. No. Él también mencionaba de soslayo el tema del fracaso escolar andaluz, como dejando caer que en Andalucía no sólo nos cuesta expresarnos, sino también comprender lo que nos explican. Vamos, que somos, al margen de ser de más vagos, también menos inteligentes. Y puede que en eso tenga una pizca de razón, pero sólo una pizca. Y me explico.

Nuestro cerebro no es capaz de asimilar que el Presidente de una Comunidad Autónoma tenga la desfachatez de hacer semejante ofensa a los andaluces, pasando por alto que nuestros paisanos forman una colonia importantísima dentro de su idílica región. Nuestro coeficiente intelectual tampoco nos da para entender por qué su partido se llama Convergencia y Unió si su ideología no hace gala a esas siglas. Y por supuesto, nuestra mente no es tan respetuosa como la de personas como él, que reclaman respeto para su idioma mientras pisotean a los dialectos de los demás.

P.D: Lo de Artur Menos no es ironía ni un error ortográfico. Simplemente, durante mi formación en Andalucía no me enseñaron cómo se escribía su nombre. O puede que yo no quisiera aprenderlo.

martes, 20 de septiembre de 2011

La burbuja del profesorado

Cada oficio lleva aparejado un estereotipo del cual es muy difícil zafarse. Los albañiles son pervertidos, los periodistas son mentirosos, los dentistas son adinerados, los informáticos son bichos raros, los banqueros son estafadores y los profesores son vagos. Éstos últimos, después de haber convocado una huelga por los recortes en la educación, están en boca de todo el mundo y a decir verdad pocas veces salen bien parados. ¿Justamente?

Igual que no hay dos personas iguales, no hay dos profesores iguales. Toda generalización siempre cae en el error. Yo he tenido maestros comprometidos, perezosos, exigentes, permisivos, dicharacheros, apáticos, creativos, monótonos... y no sabría decir cuáles están en mayoría y cuáles en minoría. En cualquier caso, a todos se les mete en el mismo saco y se les acusa de ganar un sueldo desproporcionado en comparación con sus horas de trabajo. Y eso, por mucho que el gremio se empeñe es justificarlo, es difícil de rebatir.

No se me viene a la mente ninguna otra profesión en la que no se trabaje ni por las tardes, ni los fines de semana, ni los festivos, ni en verano. Eso es impepinable. Sin embargo, también es una contradicción que la opinión pública exija a los docentes más horas de enseñanza y no más horas de aprendizaje para los estudiantes. En otras palabras, les instamos a estar más días en las aulas, pero a nadie se le ocurre qué demonios pueden hacer allí sin alumnos, toda vez que el cuento de la formación, las guardias, las tutorías y la investigación no se lo traga nadie, aunque, como en todo, habrá excepciones.

Ahora el tijeretazo amenaza con arrebatarles algunos de sus 'privilegios', aunque ellos vuelven a recordar, entre otras muchas cosas, que el pilar de la educación se sostiene en su labor y que siguen lidiando con más alumnos de los que deberían. Es muy posible que tengan razón en defender lo que defienden, pero lo que no pueden pretender es que el resto de los mortales se solidaricen con ellos. A la gente no le molesta que los profesores hagan huelga, pero sí les repatea tener la certeza de que nunca la harán en julio o agosto. La crisis, la que ya conocíamos casi todos, se ha colado por primera vez en la burbuja del profesorado y he aquí el quid de la cuestión.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

¿Qué pasó con la Gripe A?

Nos hicieron memorizar sus síntomas. Nos dieron una lista de consejos prácticos para evitar el contagio. Nos mostraron imágenes de personas con mascarillas en la cara y hospitales desbordados. Nos recomendaron no acudir a sitios públicos si teníamos la sospecha de padecer el virus. Nos hablaron de pandemia mundial. Nos prepararon para lo peor. Nos la colaron.

No hace falta ser un fan de las teorías conspiratorias para creer que la Gripe A fue una gran trola. Basta con repasar lo que se decía hace dos años sobre esta enfermedad y sus efectos devastadores y cotejarlo con lo que realmente ha sucedido. Alguien -obviamente no sé quién- se propuso crear una alarma sanitaria en los cinco continentes y vaya si lo consiguió, porque los ciudadanos de a pie nos acojonamos y los gobiernos proteccionistas corrieron a comprar toneladas de Tamiflu, el fármaco mágico que supuestamente nos iba a proteger del mal.

¿Y qué pasó? Nada. Nadie conoce a nadie que muriera por eso y nadie de los que mandan en las altas esferas se ha preocupado en investigar y depurar responsabilidades. Es un caso muy similar al del llamado 'Efecto 2000'. ¿Lo recuerdan? Todos los sistemas informáticos iban a dejar de funcionar el 1 de enero de ese año por culpa de dos miserables dígitos. Y ninguno dejó de funcionar. Eso sí, la industria electrónica se puso las botas vendiéndonos nuevos equipos antes del cataclismo que nunca llegó. Por eso, la pregunta es inevitable. ¿Le vino bien la Gripe A a la industria farmacéutica? La duda ofende.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Las vergüenzas del periodismo

Siempre quise ser periodista. O al menos, nunca soñé con otra profesión. Supongo que por eso hinqué los codos durante el bachillerato con el fin de alcanzar la nota de corte y acceder a la carrera. Una vez en la universidad, el ambiente irradiaba optimismo y muchos de mis nuevos compañeros parecían tener muy claro lo que les depararía el futuro: presentador de televisión, corresponsal de guerra, columnista, locutor de radio... Yo cuadraba más en el grupo de los realistas expectantes que en el de los idealistas entusiastas, aunque el tiempo nos terminó demostrando a todos que entre el desalentador panorama laboral y la propia naturaleza de este mundillo no hay lugar para la elección.

Y es curioso, porque ya he perdido la cuenta de cuántas veces me han preguntado conocidos y familiares si yo quiero ser como Matías Prats, como José Ramón de la Morena o como María Patiño. Como si todo se redujera a esas opciones. Como si los 3.000 periodistas que se licencian cada año tuvieran el éxito al alcance de la mano. Y es que el periodismo no es como la gente se imagina. No sé si es mejor o peor que las distintas ramas profesionales, pero si sé que en mi terreno los currículums no sirven para nada, que los periodos en prácticas son interminables, que no puedes hacer planes para los días festivos, que el concepto de horas extra retribuidas no existe y que la posibilidad de optar a una plaza pública mediante una oposición es microscópica.

Tengo amigos que se graduaron conmigo hace cuatro años y aún no han cotizado un solo día. Pero lo peor no es eso, sino que se han dejado la piel y el dinero realizando el trabajo sucio de reputadas empresas sin obtener recompensa. Pagar para trabajar y no trabajar para cobrar. El mundo al revés. Yo también fui becario durante nueve meses en tres medios de comunicación diferentes y al parecer tengo que darme con un canto en los dientes por no haber sido explotado durante más tiempo. Pese a todo, el hecho de que consiguiera despegar con un contrato medianamente digno no significa que haya encontrado la estabilidad. De hecho, a día de hoy soy uno de los cinco millones de parados españoles.

En cualquier caso, lo que más me repatea de mi profesión no es la dificultad para labrarse un camino, sino la ausencia total de corporativismo. Uno mira de reojo a las huelgas de funcionarios, astilleros, agricultores, profesores, etc. y siente envidia de cómo se defienden unos a otros entre compañeros. En cambio, los periodistas hacemos la guerra por nuestra cuenta y somos tan listos (o tan imbéciles) que intentamos sacar provecho de los errores que cometen los colegas de otros medios. Algunos lo llaman competencia; yo lo veo más como cainismo. Y es que somos muy valientes para destapar escándalos, pero muy cobardes para expresar lo que verdaderamente pensamos y para cerrarles las puertas al intrusismo profesional. Usamos todas las artimañas que tenemos a nuestro alcance para escalar peldaños sin darnos cuenta de que así lo único que conseguimos es resquebrajar la escalera, es decir, la imagen de nuestro oficio.

Después de esta parrafada, usted, que me está leyendo, se habrá llevado la impresión de que estoy desencantado y asqueado con mi vocación. Pero se equivoca. El periodismo me apasiona igual o más que el día que empecé a soñar con ejercerlo; y sospecho que eso mismo le sucede a todos los comunicadores. Es nuestro gran talón de Aquiles. Amamos demasiado nuestra profesión, incluso tras haber visto sus vergüenzas.

miércoles, 31 de agosto de 2011

El precio justo

Criticar al Papa está de moda. Su visita a Madrid ha servido para estimular a los que piensan que la Iglesia católica es el origen de todos los males y el gran lastre de la sociedad. Y no me refiero sólo a los supuestos 'indignados', sino también a todos aquellos que se escandalizan con detalles tan nimios como las medidas de seguridad que requiere el Sumo Pontífice allá donde va o las vestiduras que porta. A un conocido le he oído decir que es una vergüenza que Benedicto XVI luzca un lujoso anillo en los tiempos que corren.

Tiene güasa el asunto. Esta persona -que se cree liberal y progresista- debe entender que el Papa es un ser inferior a la especie humana y que no tiene derecho a poseer ningún objeto de oro, aunque haya sido heredado y arrastre una larga historia. En cambio, su subconsciente seguro que no pone ninguna objeción a que gente que cobra el subsidio agrario, pensiones no contributivas, becas universitarias o prestaciones por desempleo sí dispongan de bienes de lujo, varios coches y más de una propiedad gracias a sus habilidades para sortear el sistema tributario.

Retomando el hilo, a mí, que aun siendo católico me he mostrado indiferente ante las Jornadas Mundiales de la Juventud, me ha llamado la atención que otros que dicen ser ateos (aunque se casen en basílicas y capillas) hayan puesto tanto interés en este evento. Al parecer, el hecho de que el Papa mueva dinero les remueve las tripas. Por el contrario, a mí esa sensación me la provocan algunos ídolos nacionales que deciden pagar sus impuestos en otros países, como por ejemplo Julio Iglesias o Fernando Alonso (éste último, por suerte, se ha arrepentido tras varios años de exilio económico). El caso es que a ellos nadie les pone en duda su moralidad.

Semanas atrás, el debate mediático se focalizó en si el aterrizaje de Benedicto XVI en la capital de España iba a suponer un gasto desorbitado para las arcas públicas o si por el contrario podía financiarse por sí solo gracias a los patrocinios de empresas privadas y reactivar un poco la economía. A día de hoy, no se sabe muy bien si ocurrió una cosa u otra, ya que cada uno barre para casa. Lo que sí está fuera de toda duda es que el presupuesto de su estancia ha generado una expectación inusitada. Me ha recordado a 'El precio justo', aquel programa que consistía en adivinar por todos los medios el precio de un producto.

Pues bien, desde este humilde rincón propongo que también se investigue cuánto ha costado poner y retirar los carteles de los límites de 110 kilómetros por hora, cuánto han invertido los ayuntamientos locales para traer a cantantes conocidos a sus ferias, cuánto costó la vueltecita que dio Fernando Alonso por Sevilla hace unos años, cuántos agujeros tapan los gobiernos regionales a los equipos de fútbol de su tierra, cuántos cheques de 400 euros entregó Zapatero y para qué, etc. Como diría el ya fallecido Joaquín Prats, ¡a jugar!


jueves, 25 de agosto de 2011

Derechos, sí, obligaciones, también

Las personas tenemos derechos y obligaciones y a más de uno se le ha olvidado que ambos conceptos van de la mano y son interdependientes. Los futbolistas han montado en cólera por el dinero que se les adeuda y por la estafa de la Ley Concursal, y lo cierto es que sus quejas están justificadas y nadie puede rebatírselas por el mero hecho de que sean unos privilegiados en estos tiempos que corren. Sin embargo, cuando uno sale a la claridad a pregonar las injusticias del mundo corre el riesgo de mostrar a los demás sus propias vergüenzas.

Y es que la AFE ha defendido con uñas y dientes los intereses económicos de sus afiliados, pero cuando es su colectivo es el que se salta las normas da la callada por respuesta y permanece en la madriguera hasta que pasa la tormenta. Desconozco qué opinión tendrá Luis Rubiales de los jugadores que se declaran en rebeldía año tras año para forzar sus salidas. Ahí están los recientes casos de Agüero o Emana. Tampoco sé qué pensará de los que pierden misteriosamente los billetes de avión y llegan tarde a las concentraciones, ni de los que negocian con otros clubes teniendo contrato en vigor, ni de los que dejan a su equipo con diez por simular penaltis, insultar al árbitro o agredir a un contrario.

Personalmente, me gustaría preguntarle si disfrutó con el espectáculo de la Supercopa de España, tanto por el juego que desplegaron ambas escuadras como por la bochornosa trifulca de los compases finales. Los que la protagonizaron también son de su bando y no estaría demás que la AFE, además de velar por sus cuentas corrientes, también tuviera lo que hay que tener para darles un tirón de orejas. Y ya puestos, también podría inculcarles algunas lecciones de compañerismo, porque eso de que unos hagan huelga sin ni siquiera entrenarse mientras otros disputan trofeos veraniegos ante 70.000 espectadores... queda muy feo.

Vuelvo a abrir las puertas

Lo prometido es deuda. Más de 30 meses después de la última entrada, he decidido reabrir las puertas de este blog para seguir escribiendo palabras sin tinta. Espero y deseo que la experiencia adquirida en todo este tiempo me sirva para hacer de este sitio un lugar igual o más interesante si cabe.