Eurovisión es un auténtico cachondeo. Si le cambiásemos el nombre y le pusiéramos Eslavisión nadie protestaría, porque son los países del Este, los eslavos, los únicos que tienen posibilidad de ganar. No es casualidad que Estonia, Letonia, Ucrania, Serbia y Rusia se hayan proclamado vencedores en lo que llevamos de siglo. Este tinglado cada vez se parece más a una fiesta de disfraces, la música es lo que menos importa y el sistema de votaciones tiene un tufo político que se puede oler hasta en la Antártida.
Por mucho bombo que le quiera dar Televisión Española, el Festival no tiene trascendencia ninguna. Nadie recuerda al último artista que salió catapultado hacia la fama después de vencer en Eurovisión. Es más, se olvidan enseguida, porque en lugar de salir estrellas, salen estrellados. Así que el supuesto prestigio que otorga esta cita internacional no es más que una patraña y en ocasiones se transforma más bien en una losa para el participante. ¿Ejemplos? A Los triunfitos les pasó factura, con mención especial para Rosa, que parecía que iba a convertirse en la nueva reina de la canción española y se presentó en Tallin con una canción paupérrima con la que seguro aún tendrá pesadillas.
Y con estos precedentes hemos acudido este año a Belgrado con Rodolfo Chiquilicuatre, un personaje que podría haber sido extraído de cualquier cómic de los setenta. España se polarizó entre los que se quedaron prendados rápidamente de la jocosa letra del Chiki Chiki y los que creían que haríamos el ridículo delante de toda Europa. Yo estaba en el primer grupo, porque considero que a un evento de cachondeo hay que ir con más cachondeo. Y además, a mi juicio deberíamos seguir los pasos que ya dio Italia. Primero perrear y luego dar un portazo y no asistir más.
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